Por: Jesús Alfonso Flórez López
[dropcap color=»#19b7de» font=»arial» fontsize=»70″]L[/dropcap]a región del Pacífico Colombiano había estado al margen del conflicto armado durante mucho tiempo, si bien algunos reductos de grupos guerrilleros tenían estas áreas como zonas de retaguardia, no se desplegaba en este territorio un accionar de confrontación militar de la magnitud que ha tomado a partir del año 1996.
Desde ese entonces hasta el presente, [highlight bgcolor=»#8ccbdb»]el conflicto armado amplió sus fronteras y se profundizó en el Pacífico[/highlight], lo cual se ha manifestado en la emergencia de grupos paramilitares, el crecimiento de frentes guerrilleros, la consolidación de una presencia de la fuerza pública, particularmente del ejército y la infantería de marina.[divide]
Los hechos de violencia ponen de manifiesto que la mayoría de las víctimas ha sido la población no armada, lo cual se ha expresado en múltiples masacres, como la del Naya, en abril de 2001, y la de Bojayá, en mayo de 2002, que lamentablemente, no han sido las únicas, pues las otras masacres de menor cuantía, así como los asesinatos continuos y selectivos, como es el caso de Buenaventura, Tumaco, Quibdó, y muchas otras cabeceras municipales de la región, constituyen un auténtico genocidio, contra la población afrocolombiana e indígena.
La muerte ha estado acompañada del desplazamiento forzado, flagelo que aún no se detiene y que, en muchos de los casos pervive, pues los procesos de retorno han sido escasos, de tal manera que la gente del Pacífico se ha visto obligada a tener una nueva diáspora, a salir de sus tierras para estar concentrados en los centros urbanos de la región pacífico y en zonas periféricas de las grandes ciudades.
Estas manifestaciones de violencia, son presentadas como resultado de una guerra “irracional”, de la acción de unos bandidos que solo les interesa ver sangre y terror. Esta visión amerita ser revisada, pues otros análisis permiten dar cuenta que esta guerra no es ‘irracional’, sino que tiene una lógica, por lo tanto una racionalidad.
La expansión del conflicto armado hacia esta región y su correspondiente agudización y degradación, coincide en el tiempo con el ascenso en el reconocimiento de los derechos étnicos del pueblo afrocolombiano, pues fruto de la aplicación de la Ley 70 de 1993, se inicia, en 1996, el proceso de titulación de las tierras colectivas para las Comunidades Negras, hasta el punto de tener en el presente 5.341.000 hectáreas, las cuales, al igual que los resguardos indígenas, son inalienables, imprescriptibles e inembargables; es decir, son tierras que están legalmente protegidas para que la propiedad siempre esté bajo el dominio del grupo étnico, por lo tanto están fuera del libre juego de la oferta y la demanda, en otras palabras, no están disponibles para el mercado.
Estas tierras del bosque húmedo tropical, fueron consideradas como áreas inservibles, o de poca utilidad, dado que la fragilidad de sus suelos no permite hacer agricultura intensiva, a pesar de su enorme potencial de biodiversidad.
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Tierras en conflicto
Sin embargo, al cierre del siglo XX esta región, como el conjunto de las áreas selváticas, entró en otro paradigma de utilidad, la de la rentabilidad del extractivismo, reeditando al esquema de la primera época de la colonia, la cual solo le interesaba el oro y, por lo tanto, interpretaba la biodiversidad como maleza.
Por lo tanto la guerra se tornó no en un hecho fortuito sino en el escenario que produce una desterritorialización que dio paso a tres actores de ocupación foránea: la explotación minero-energética; la implantación legal, en áreas específicas, del monocultivo de la palma aceitera; y, la expansión del monocultivo ilegal de la coca.
En este contexto cobra valor el componente de restitución de tierras de la llamada ley de víctimas, pues en los decretos ley para indígenas y afrocolombianos se afirma que:
“Para los pueblos indígenas el territorio es víctima, teniendo en cuenta su cosmovisión y el vínculo especial y colectivo que los une con la madre tierra. Sin perjuicio de lo anterior, se entenderá que los titulares de derechos en el marco del presente decreto son los pueblos y comunidades indígenas y sus integrantes individualmente considerados”
Este reconocimiento de orden normativo de la condición de víctima del territorio es trascendental para asumir un proceso de transformación y superación del conflicto, que esté seriamente comprometido con la construcción de la paz, dado que, precisamente en la región del Pacífico es claro que la usurpación de los territorios étnicos, por intereses económicos, ha sido el factor determinante en la agudización del conflicto armado, tal cual como lo ha argumentado Naciones Unidas
En consecuencia, hacer un inventario de los daños al territorio causados por el conflicto armado, se torna inaplazable para construir propuestas de reparación, que conduzcan a restablecer la relación originaria de los pueblos indígenas y afrocolombianos con su territorialidad, como condición para superar el conflicto y alcanzar la paz.
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